La ansiedad es uno de los males modernos que afecta al ser humano. Deteriora nuestra vida mucho más de lo que imaginamos. Tiene como combustible el temor. Y es síntoma de no humillarnos delante del Señor. Atenta directamente contra nuestra confianza en Dios.
Un hombre que nunca superó sus ansiedades fue el rey Saul. Tuvo temor a quedarse solo, pues el ejército desertaba. Tuvo temor de ser humillado y perder ante los filisteos. Tuvo temor a que Dios, en la persona de Samuel, no llegara en el tiempo prometido. Esos temores encendieron en él la ansiedad que trajo desesperación, auto engaño, conducta alocada y acortamiento de los tiempos de su función. Se dejó “manijear” por sus pensamientos de derrota, “se dijo: ahora descenderán los filisteos contra mi…”. Y arrogantemente declaró que “se esforzó…”. Hizo algo creyendo que estaba bien, pero sin el permiso divino. Se condujo alocadamente, pues actuó desobedeciendo a Dios y ofreció holocaustos (tarea exclusiva de Samuel, a quien debía esperar). Se le acortaron los tiempos de su reinado, pues Samuel, en nombre del Señor, le declaró que su reino ya tenía fecha de caducidad y que Dios se proveería de un hombre conforme a Su corazon que pronto lo reemplazaría.
La ansiedad nos envenena el alma. No le permitamos ganar lugar en nuestro ser.
Confiemos en la compañía y el cuidado del Señor para que el temor a la soledad y a las pérdidas no traicionen nuestra fe. Confiemos plenamente en el Señor, El nunca llega tarde. Puede tomarse hasta el último segundo, pero siempre llegará a tiempo. El es nuestro pronto, justo y a tiempo auxilio en las tribulaciones.
“Hechemos toda nuestra ansiedad sobre El, pues El tiene cuidado de nosotros”. 1 Pedro 5:7